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viernes, 11 de septiembre de 2009

Costa Rica : (Estado Laico) : Entre incienso y cacho quemado


Entre incienso y cacho quemado.
Alfonso J. Palacios Echeverría
Un grupo de diputados de diversas tendencias políticas, deseosos de eliminar una de esas “curiosidades” que se encuentran en la Constitución Política de la República de Costa Rica, han propuesto la eliminación de algo que causa risa a través del mundo entero: que en el Artículo 75 se estipula “que la religión Católica, Apostólica y Romana, es la del Estado, el cual contribuye a su mantenimiento”. Es decir, que un ente jurídico, sin voluntad ni conciencia propia, tiene una religión, cosa absurda desde el punto de vista jurídico y político.
La propuesta fue elaborada por el Movimiento por un Estado Laico en Costa Rica,  que es una alianza informal que agrupa a la Escuela Ecuménica de Ciencias de la Religión de la Universidad Nacional, la Universidad Bíblica Latinoamericana, la Iglesia Luterana de Costa Rica, el Centro de Investigación y Promoción para América Central de Derechos Humanos (CIPAC), el Movimiento Diversidad, la Agenda Política de Mujeres, la Colectiva por el Derecho a Decidir y la Asociación Costarricense de Humanistas Seculares; así como a personas no organizadas formalmente y que han venido aportando de modo individual al grupo.
Esto ha producido de inmediato una andanada de dimes y diretes, entre quienes defienden la postura de un estado laico (no confesional) y la  jerarquía eclesiástica, pues saben queperderían lo único que les importa del artículo: que el Estado contribuye a su mantenimiento.
Pero antes de continuar nuestras consideraciones es indispensable aclarar ciertos términos. Por laicismo entiende la Real Academia la doctrina que defiende la independencia del hombre o de la sociedad, y más particularmente del Estado, de toda influencia eclesiástica o religiosa. El concepto de Estado laico se refiere, de modo propio, al Estado independiente de toda influencia religiosa, tanto en su constitución como en sus individuos. Este uso extendido de la expresión Estado laico parece que es el que se suele emplear.
El laicismo, por su parte, se define como una doctrina que se contrapone a las doctrinas que defienden la influencia de la religión en los individuos, y también a la influencia de la religión en la vida de las sociedades. En cuanto tal debe considerarse una doctrina más, que no es religiosa porque se basa precisamente en la negación a la religión de su posibilidad de influir en la sociedad, pero no hay motivo para considerarla más que eso: una doctrina más, tan respetable como las doctrinas que sí son religiosas, pero no más. Por lo tanto, la cuestión es la posibilidad de que el Estado sea verdaderamente independiente de cualquier influencia religiosa.
Naturalmente, la independencia del Estado de cualquier influencia religiosa se debe entender en el contexto del derecho a la libertad religiosa. La Declaración de los Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, en su artículo 2, 1 establece que “toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración sin distinción alguna de (...) religión”.  El artículo 18, además, indica que “toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia”. El artículo 30, que cierra la Declaración de Derechos Humanos, prohíbe que se interpreten estos derechos en el sentido de que se confiera derecho al Estado para realizar actividades o actos que tiendan a suprimir cualquiera de los derechos proclamados por la misma  Declaración.
Los constitucionalistas contemporáneos suelen poner el límite del orden público en el ejercicio de la libertad religiosa, y así ha sido recogido en la mayoría de las Constituciones en vigor. El orden público como límite al ejercicio del derecho a la libertad de religión -y de otros derechos- se puede interpretar como la garantía del respeto a los derechos humanos por parte de los fieles de una confesión religiosa. El límite del orden público no viene recogido en la Declaración de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, pero no parece razonable constituir el derecho a la libertad religiosa como absoluto, sin los límites siquiera de los demás derechos humanos. Fuera de los casos en que el ejercicio de la libertad religiosa atente al orden público, el Estado debe garantizar el libre ejercicio del derecho a manifestar la propia creencia religiosa.
La Iglesia Católica, por su parte reconoce el derecho a la libertad religiosa en la DeclaraciónDignitatis Humanae, del Concilio Vaticano II, en su número 2: “Este Concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, sea por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana; y esto, de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos”.
Por ambas fuentes -la eclesiástica y la civil- vemos que el papel del Estado en la libertad religiosa consiste en garantizar su ejercicio por parte de los ciudadanos. La libertad religiosa puede tener los límites del orden público, pero nunca se pueden interpretar en el sentido de obligar a nadie a obrar en contra de su conciencia. Una de las consecuencias más importantes es la regulación de la objeción de conciencia, pero su examen excede del objetivo de este artículo.
Libertades Laicas
Pero hay detrás de todo ello un tema de enorme importancia: el papel de la práctica religiosa en la democracia naciente desde finales del siglo XVIII.  Y sobre ello debemos recordar que, dentro de su estructura moderna, la raíz inmediata de la democracia se puede encontrar en el protestantismo estadounidense, organizado para un «vivir juntos» más allá de la pluralidad de iglesias por una gestión compartida de la ciudad en común. Eso no se hará sin choques: comenzará en la Guerra de Independencia para llegar al siglo XX, pero desde el inicio, para los independentistas, la dimensión de la separación de las iglesias y del Estado es una adquisición no negociable. Cuando la Francia revolucionaria retomó este modelo estadounidense, chocó con una Iglesia, la Iglesia Católica, con la intención, contraria a las iglesias protestantes estadounidense, de unidad. Es este choque el que caracteriza al «laicismo a la francesa»: laicismo de tipo estadounidense en un contexto de combate contra una iglesia que reivindica el poder de una manera u otra.
Pues  bien, ante los olores de “cacho quemado” de la propuesta en la Asamblea Legislativa, surgió un obispo que no se ha caracterizado por ser –precisamente- mesurado, prudente y distante de esa actitud tan propia de la iglesia católica, cual es la de la explotación emocional de las masas con amenazas más propias de la edad media que del Siglo XXI; y que se encuentra profundamente afectado por el hecho de que perdió este año las pingues ganancias económicas que le depara a su diócesis la peregrinación propia de la Virgen de los Ángeles, que se suspendió por causa de la gripe A1N1.
Así pues, en medio de una nube de “incienso”, realizó unas declaraciones de lo más desafortunadas: solicitando a sus feligreses abstenerse de votar por aquellos aspirantes que favorezcan la instauración de un estado laico. Y llegó a decir cosas como: “estamos frente a una campaña política en donde debemos escoger muy bien a quienes van a gobernar. Candidatos que niegan a Dios y defienden principios que van contra la vida, contra el matrimonio, contra la familia, ya los estamos conociendo”. Es decir, se fue de la lengua y sacó a relucir cosas que nadie estaba planteando.
Lo que parece que no tuvo en consideración el prelado es que estaba infringiendo el artículo 48 de la Constitución Política, que estipula que no se puede realizar en forma alguna propaganda política por clérigos o seglares invocando motivos religiosos.
Y lo que es peor: el Presidente de la Conferencia Episcopal, Arzobispo de San José, al defender a su colega, citó el artículo 76 de la Constitución Pastoral “Gaudium et Spes”, como si ella estuviera por encima de la Constitución de la República de Costa Rica. Es decir, en medio del terror de perder los apoyos económicos, perdió el sentido de las proporciones.
Esto, a mi parecer, impactará colateralmente las posiciones de los candidatos presidenciales, quienes deberán manejar el tema con suma delicadeza, para no verse asfixiados por la mezcla de los olores de cacho quemado e incienso, pues cuando un pueblo entero que se declara católico (pero hasta allí) y vive como ateo, pero que en su ignorancia es susceptible de ser manipulado por este tipo de exabruptos, corren peligro sus candidaturas, en el sentido de que los ignorantes impresionables entiendan lo que el obispo desea y no lo que los candidatos expresan.
Ya es hora que, en vez de estar metiéndose en política, y cometiendo semejantes barbaridades, la iglesia católica se dedique a evangelizar, de palabra y con el ejemplo (que buena falta le hace después de todos los escándalos de pederastia y manejos financieros delictivos) tal como lo señaló en maravilloso carpintero judío de Nazaret.
No tiene autoridad moral alguna para señalarle a nadie cómo deben votar en las próximas elecciones, mientras todos sabemos que su comportamiento no es precisamente “evangélico”.

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